sábado, 7 de septiembre de 2013

Las diez...

A veces te escuchaba pasear por las noches,  sabía que esos eran tus pasos, porque sólo tú tenías esa particular forma de moverte, a contratiempo de los segundos. Había pasado mucho tiempo  desde nuestro último encuentro, pero a pesar de ello, no tenía la menor idea de que íbamos a terminar nuestra vida no compartida, juntos. En esos momentos quería verte, reconocer tus rasgos detrás de los arrugados años, tu piel oscura y resentida de una vida tal vez muy complicada. La incertidumbre de saber si me reconocerías me desvelaba cada noche y hacía de mis días un interrogante continuo. Cada mañana intentaba despertarme a la misma hora, en el minuto exacto que sabía que íbamos a coincidir. Las diez en punto, ni un segundo más ni uno menos. Era la hora en la que cada día de mi vida te recordaba, la hora que nos mantenía unidos en mundos separados, pero yo sabía que en ese tiempo, mi mente también era tuya. 
Aquella mañana era una más, yo esperaba sentada a que la enfermera me acercase el desayuno, atenta a todo movimiento que se producía en la sala y al reloj que marcaba la hora en punto. Noté algo distinto, te sentí a mi lado. Sin poder verte, supe que te volvía a tener  junto a mí, como cuando éramos jóvenes, buscando respuestas o intentando elaborarlas.  No fui capaz de articular palabra, el miedo a oír tu voz mataba cualquier leve intento. De pronto, cogiste mi mano y te quedaste minutos agarrado  a ella, como si no quisieses volver a soltarme. Te sentí más mío que nunca y eso me seguía doliendo.  En ese latir de minutos nadie dijo nada, quizás sobraban las palabras, o quizás eso fue  lo que siempre había faltado. Pero una vez más aquello era suficiente. Tú volvías a mi vida y yo a la tuya, o simplemente, unimos nuestras  vidas separadas por el tiempo, el tiempo que perdimos tratando de olvidarnos. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario