domingo, 29 de septiembre de 2013

La neuroanatomía del amor

El amor siempre ha sido un tema misterioso, una de las experiencias más poderosas que experimentamos, buscando muchas veces las respuestas a nuestros interrogantes en la literatura clásica como la poesía o la filosofía. Pero desde hace tiempo, los científicos se han preocupado por investigar qué sucede en nuestro cerebro cuando nos enamoramos.

Helen Fisher, una de las antropólogas más prestigiosa de los EE.UU, es una de las científicas que más ha investigado sobre este tema, destacando en la biología del amor y la atracción. A continuación exponemos algunos de los resultados de sus numerosos estudios e investigaciones.
 

El Amor, ¿Impulso o emoción?


A partir de sus investigaciones Fisher ofrece una visión tripartita del amor que se originan en tres sistemas cerebrales básicos, interconectados:

-Impulso sexual. Se origina en el hipotálamo –zona relacionada con el hambre y la sed- despertando el deseo de experimentar con diferentes personas, de buscar a nuestras parejas.

-Amor romántico. Se origina en el cerebro reptiliano – zona responsable de los instintos básicos de supervivencia- y se produce cuando se libera dopamina. Se encuentra relacionado con la atracción sexual selectiva y el contacto y la exclusividad sexual. Puede resultar muy peligroso, ya que conlleva la experimentación de muchas alegrías si somos correspondidos o muchas tristezas si somos rechazados, además del carácter de posesión.

-Apego. Produce la activación del pálido ventral –relacionado con los sentidos del gusto y el placer. Constituyendo el cariño, ese lazo afectivo que sostiene a las parejas y va más allá de la pasión.

Así Fisher aseguró que “Algunas personas tienen sexo y luego se enamoran. Otras pueden enamorarse de alguien con quien nunca han tenido relaciones sexuales y con el que jamás tendrán sexo. Algunas pueden sentir un sentimiento de apego hacia un amigo y años después mirarlo con otros ojos. Todo depende de la persona”. Pero los tres sistemas cerebrales son importantes, ya que toda pareja debe intentar hacer cosas románticas, realizar actividades que incrementen el sentimiento de apego e intentar tener una buena vida sexual.

Además a partir de escáneres realizados a una muestra de voluntarios notó que la zona activada por el amor romántico se encontraba lejos de la parte emotiva cerebral, que conduciría posteriormente a afirmar que el amor no era una emoción, en contradicción a las creencias populares, considerándolo como un impulso fisiológico natural, similar al de comer o beber, existente por la necesidad de procrear, ya que las zonas activadas eran aquellas relacionadas con las motivaciones, la energía y la atención focalizada. Sería por lo tanto una motivación para transmitir nuestro material genético a la siguiente generación, destacando así su perspectiva evolucionista.

El amor es por lo tanto según los estudios llevados a cabo por Helen Fisher, un impulso que se ha desarrollado para favorecer el emparejamiento.

Y en la atracción…


¿Por qué nos gusta una persona en concreto y no nos sentimos atraídos por el resto?

En realidad la respuesta a esta pregunta aún está por descubrir, si es que llegamos a hacerlo. Lo único que se sabe es que en la atracción intervienen componentes culturales, así como químicos y genéticos. Incluso, Fisher menciona que nos enamoramos de personas que nos resultan misteriosas, que no conocemos bien. Ese toque de misterio muchas veces nos mantiene vivos para seguir descubriendo al otro y sorprendernos.

¿Es cuestión de química?


En sus investigaciones, Fisher observó en las imágenes del cerebro enamorado, dos regiones muy activas:

-El núcleo caudado. Región primitiva relacionada con el sistema de recompensa cerebral, la excitación sexual, las sensaciones de placer y la motivación para obtener recompensas. A partir de ella, discernimos qué actividad será más placentera o anticiparemos como nos sentiremos en determinadas circunstancias.

-El área tegmental ventral. Zona situada en el tronco cerebral que consiste en vías de dopamina. La dopamina es un neurotransmisor que controla los procesos de atención, la motivación y el cumplimiento de objetivos.

Así cuando nos enamoramos parece que elevamos nuestros niveles de dopamina y norepinefrina (controla los estados de euforia y la pérdida de apetito y sueño) y disminuimos la cantidad de serotonina en nuestro organismo, comportándose de manera similar a los procesos de adicción, ya que estas sustancias químicas son derivados naturales del opio. Por eso, conforme avanza el enamoramiento, se empieza a desarrollar cierta dependencia. Aunque más adelante las relaciones entre estos cambian y fluctúan, ya que ese estado de “drogadicción” no dura toda la vida.

Por lo tanto, según las investigaciones de Fisher el amor sería como un coctel de sustancias químicas y aunque nada de esto cambie cómo nos enamoramos o el sufrimiento que sentimos cuando se acaba una relación, nos ayuda a conocer un poco más algunas de las supuestas reglas que se esconden tras ese gran desconocido llamado amor. 

Cuando me amé de verdad...

Cuando me amé de verdad, comprendí que en cualquier circunstancia, yo estaba en el lugar correcto y en el momento preciso. Y entonces, pude relajarme. Hoy sé que eso tiene nombre… autoestima.

Cuando me amé de verdad, pude percibir que mi angustia y mi sufrimiento emocional, no son sino señales de que voy contra mis propias verdades. Hoy sé que eso es… autenticidad.

Cuando me amé de verdad, dejé de desear que mi vida fuera diferente, y comencé a ver que todo lo que acontece contribuye a mi crecimiento. Hoy sé que eso se llama… madurez.

Cuando me amé de verdad, comencé a comprender por qué es ofensivo tratar de forzar una situación o a una persona, solo para alcanzar aquello que deseo, aún sabiendo que no es el momento o que la persona (tal vez yo mismo) no está preparada. Hoy sé que el nombre de eso es… respeto.

Cuando me amé de verdad, comencé a librarme de todo lo que no fuese saludable: personas y situaciones, todo y cualquier cosa que me empujara hacia abajo. Al principio, mi razón llamó egoísmo a esa actitud. Hoy sé que se llama… amor hacia uno mismo.

Cuando me amé de verdad, dejé de preocuparme por no tener tiempo libre y desistí de hacer grandes planes, abandoné los mega-proyectos de futuro. Hoy hago lo que encuentro correcto, lo que me gusta, cuando quiero y a mi propio ritmo. Hoy sé, que eso es… simplicidad.

Cuando me amé de verdad, desistí de querer tener siempre la razón y, con eso, erré muchas menos veces. Así descubrí la… humildad.

Cuando me amé de verdad, desistí de quedar reviviendo el pasado y de preocuparme por el futuro. Ahora, me mantengo en el presente, que es donde la vida acontece. Hoy vivo un día a la vez. Y eso se llama… plenitud.

Cuando me amé de verdad, comprendí que mi mente puede atormentarme y decepcionarme. Pero cuando yo la coloco al servicio de mi corazón, es una valiosa aliada. Y esto es… saber vivir!

No debemos tener miedo de cuestionarnos… Hasta los planetas chocan y del caos nacen las estrellas.

Charles Chaplin.



Hechos, no palabras...


sábado, 7 de septiembre de 2013

Las diez...

A veces te escuchaba pasear por las noches,  sabía que esos eran tus pasos, porque sólo tú tenías esa particular forma de moverte, a contratiempo de los segundos. Había pasado mucho tiempo  desde nuestro último encuentro, pero a pesar de ello, no tenía la menor idea de que íbamos a terminar nuestra vida no compartida, juntos. En esos momentos quería verte, reconocer tus rasgos detrás de los arrugados años, tu piel oscura y resentida de una vida tal vez muy complicada. La incertidumbre de saber si me reconocerías me desvelaba cada noche y hacía de mis días un interrogante continuo. Cada mañana intentaba despertarme a la misma hora, en el minuto exacto que sabía que íbamos a coincidir. Las diez en punto, ni un segundo más ni uno menos. Era la hora en la que cada día de mi vida te recordaba, la hora que nos mantenía unidos en mundos separados, pero yo sabía que en ese tiempo, mi mente también era tuya. 
Aquella mañana era una más, yo esperaba sentada a que la enfermera me acercase el desayuno, atenta a todo movimiento que se producía en la sala y al reloj que marcaba la hora en punto. Noté algo distinto, te sentí a mi lado. Sin poder verte, supe que te volvía a tener  junto a mí, como cuando éramos jóvenes, buscando respuestas o intentando elaborarlas.  No fui capaz de articular palabra, el miedo a oír tu voz mataba cualquier leve intento. De pronto, cogiste mi mano y te quedaste minutos agarrado  a ella, como si no quisieses volver a soltarme. Te sentí más mío que nunca y eso me seguía doliendo.  En ese latir de minutos nadie dijo nada, quizás sobraban las palabras, o quizás eso fue  lo que siempre había faltado. Pero una vez más aquello era suficiente. Tú volvías a mi vida y yo a la tuya, o simplemente, unimos nuestras  vidas separadas por el tiempo, el tiempo que perdimos tratando de olvidarnos.